"A MI PADRE, NO". Diego Moreno Jordan. Diario 16, 22 de Octubre de 1983:
"Junto al análisis de la reciente decisión vaticana, he aquí un testimonio valiosísimo: el de uno de los familiares de los "canonizables". Contando el caso particular de los muertos de ambos bandos en su pueblo y la reconciliación aún reciente, se niega a que conviertan en "mártir" a su padre."
"El día 16 de agosto de 1976, la Cruz de los Caídos de mi pueblo -Campillos- fue objeto de una "reconversión": las dos lápidas en que estaban inscritos los nombres de los "caídos" en uno solo de los bandos de la guerra civil fueron sustituidas por otras dos; en las que constaba una leyenda --"Campillos, a todos los muertos en la guerra"-- y campeaban unos versos de Jose María Hinojosa, poeta campillero de la generación del 27, fusilado por los "rojos" y otros de Miguel Hernández, cuyo nombre no reclama mayor precisión.
Lápidas
La decisión fue tomada por un Ayuntamiento, aún no democrático, pero sí compuesto por personas racionales, sensibles y generosas, y contó con la aprobación de todos, salvas las excepciones de rigor. Bueno, pues en las lápidas desterradas estaban escritos los nombres de mi padre y de hasta 23 parientes míos, en mayor o menor grado. Ni que decir tiene que la decisión municipal contó con mi aplauso.
Mi padre fue fusilado por los "rojos". Naturalmente, yo no puedo justificarlo, porque pienso que la muerte no debe darse ni al más consumado criminal; porque mi padre no la merecía y porque no la sufrió en cumplimiento de sentencia: fue simplemente "paseado". También otros fueron pasados por las armas, no precisamente por los "rojos", ni todos tras un juicio.
Siempre he pensado que, si bien la muerte de una persona no se justifica nunca, en ocasiones la actitud de alguna clase que se produce de manera injusta, frívola o provocadora, determina irracionalidad en la clase a quien toca el papel de víctima, hasta el extremo de llevarla a vengar en los individuos de aquélla las culpas, negligencias o errores de su colectivo, creador de una situación injusta. Nadie personalmente me parece culpable. Todos, si no se aplican a cortar la espiral de la venganza. Por eso, a mí no me costó ningún trabajo perdonar -y hasta comprender- a los que mataron a mi padre. Por eso y, porque en mi niñez, pude observar cómo las criadas de mi casa o las de mis amigos eran obligadas a ir a misa, a aprender el Ripalda y a prescindir del maquillaje, pero no supe de ninguna que hubiera sido enseñada a leer.
Ahora quieren beatificar a los "mártires de la Cruzada". Por Dios, a mi padre, no. Como su hijo y heredero pido formalmente que nadie sea osado de tomar su nombre como signo de división entre un español y otro español. Que ya está bien de muertos, compañeros. Y de santos. Tengo para mí que, si en el martirologio constituyen mayoría los clérigos, monjes, frailes, religiosos y grandes de este mundo, acaso porque sus amigos tuvieron medios para conseguir su canonización, en la vecindad de Dios tienen mejor sitio los pobres, los trabajadores, los pacíficos -ellos verán a Dios-, las madres de familia, los que padecieron persecución por la justicia...Y que más de un poderoso habrá escuchado o tendrá que escuchar: "Hijo, acuérdate de que recibiste tus bienes durante la vida y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado y tú atormentado." Estoy persuadido -y no quiero ser temerario ni faltar a la caridad- que acaso más santos haya entre las víctimas de los nacionales que entre los "mártires de la Cruzada", acaso porque, entre éstos, no demasiados merecieran escuchar el "ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer, anduve desnudo y me vestiste, estuve en la cárcel y me viniste a visitar...".
Perdonar
En cuanto a mí, espero que mi padre -y yo en su día-, si no entre los ciento cuarenta y cuatro mil sellados, sí tengamos un lugar entre la "gran multitud que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua", que en Patmos vio San Juan "en pie, delante del trono de Dios y del Cordero". Por ello no quiero que ni su memoria, ni mi palabra, ni mis actos, ni, en cuanto pueda, los de mis hijos sirvan, siquiera sea por negligencia o error, para dividir aún más a los españoles, a cuya división no contribuyeron en poca medida quienes más obligados estaban a recordar el deber de perdonar hasta setenta veces siete, y a no olvidar que el juicio pertenece a Dios."